Estábamos reunidos en una asamblea muy importante en la cual
todos debíamos exponer sobre nuestras “PARÁLISIS”, es decir, sobre todo lo que nos aleja de Dios o no nos permite seguir su camino.
Era el turno de una mujer que dijo:
“Mi parálisis es mi esposo, porque cada vez que recuerdo todo
lo que me hizo, mi mente evoca esos malos momentos que hacen que me llene de
odio y cólera, lo cual me aleja de Dios. Recuerdo por ejemplo, cuando me abandonó
y me dejó con nuestros hijos muy
pequeños y se fue con otra mujer mucho más joven que yo, habían
muchas veces que no teníamos que comer y él pasaba delante de nosotros con esa
mujer, lleno de soberbia e indiferencia”.
El presbítero que dirigía la asamblea escuchó pacientemente
y en silencio, todo lo que la mujer exponía entre lágrimas y rabia, pero cuando
ella terminó de hablar, el padre le dijo:
“Hermana ¿quién te crees tú para no perdonar a tu esposo?, ¿quién
te crees tú para seguir juzgando a tu esposo?, si tú no eres una prostituta es
por la gracia de Dios”.
Esa noche comprendí: “Si en algún momento me toca vivir un episodio donde hay un protagonista
bueno y un protagonista malo, y a mí me toca ser el bueno, en lugar de hacerme
la víctima, juzgar y refregarle la injusticia a la otra persona, debo dar
gracias a Dios, porque si Él hubiese querido, en esta historia me hacía hacer
el papel de malo”.
Cuando nosotros nos portamos bien y no hacemos daño a nadie,
creemos que somos los buenos, pero si todo esto no está respaldado por algo más
fuerte y grande como el amor de Dios, es muy fácil fallar, porque terminamos
siendo buenos con las personas que queremos y siendo malos con los desconocidos
o los que nos hicieron algún daño, y la filosofía de Cristo es exactamente lo
contrario.
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